Profe, cómo no va a pasar mi hijo por 5 décimas. Él es un niño. Se la podemos pasar (cualquier mamá a cualquier profesor).
Hace unos unas semanas terminó el primer periodo académico en la mayoría de escuelas del Tolima. Cual naufrago en un bote salvavidas, este se fue con la esperanza de ser rescatado antes que el oriente se desinflara y caducara junto a él.
No sorprendieron los resultados. Antes del apogeo de la pandemia del Covid-19, el estudiantado en Colombia no salía del siempre deshonroso último puesto en las pruebas PISA, pero había –de alguna manera– un esmero e interés por el estudio. Esto cambió, porque después de vivir dos años de encierro en casa (que agudizó las brechas), arañando la e-room y rompiendo con la cotidianidad del aula de clase, la estudiantina en Colombia bajó –aún más– sus desempeños académicos.
La supuesta pos-pandemia trajo una «nueva normalidad» inerte, desganada, desanimada, desmotivada por el estudio. Tras el regreso a clases presenciales, el desfogue de energía ha sido inmedible, desaforado; sin embargo, ha estado mal direccionado. Los muchachos y las muchachas no lo enfocaron en aprender, sino a la reconstrucción de las relaciones sociales rotas y mediadas por herramientas tecnológicas. Nada fuera de lo común. Era necesario. Lastimosamente, el idílico sueño de volver a clases nos aterrizó de sopetón y hoy estamos viendo los daños causados por falta de un plan de contingencia que lograra cerrar la grieta entre los que tenían la posibilidad de estudiar solos, con toda las comodidades, y los que no. ¡Claro! Cabe aclarar que nadie se esperaba esto.
Después de ver los resultados académicos del primer período, nos han asaltado varios cuestionamientos y una espantosa duda existencial: ¿En qué fallamos? ¡Obvio! Gran culpa tenemos en querer volver a la presencialidad como si el Covid-19 jamás hubiera existido. La rigurosidad y templanza que traíamos se intentó aplicar sin titubeos. El tacto fue dejado a un la lado. Esa parte humana que caracteriza a aquellos y aquellas quienes soñamos con un mundo mejor quedó en un segundo plano. En pocas palabras, se murió el sentido de humanidad.
No solo fallamos como maestros en nuestro intento por responder a las diferentes necesidades que el aula trae consigo. También hay que responsabilizar a toda la comunidad académica. Infortunadamente, la escuela volvió a ser el escampadero del acudiente del o la estudiante. En el afán que su acudido o acudida no «pierda» hicieron lo necesario para que «el niño pase», y en su «preocupación despreocupada» terminaron perjudicando al estudiante de la peor manera; justificando, en muchas ocasiones, la pereza del infante. A algunos acudientes les interesa los logros obtenidos por sus acudidos, pero no cómo lo hizo y sus aprendizajes.
A esto hay que sumarle la desmotivación estudiantil, que es gigante. Los muchachos y las muchachas no quiere leer, no quiere estudiar y, muchos menos, se quieren esmerar (se ha venido perdiendo ese Elogio a la Dificultad del que Zuleta habló). Ellos se convirtieron en conformistas y contentos, siempre y cuando no haya una nota menor a 3.0. Y eso que sin hablar de la brecha dantesca que hay entre el “privado” y el “público” o la “rural” y el “urbano”. Solo basta con ver las cifras de quiénes y cuántos perdieron el año para entender esto, como lo destaca el artículo La deserción escolar afecta significativamente la pobreza en Colombia.
Todo esto nos lleva a una necesaria reflexión en torno al quehacer docente. Hay que mostrarle al estudiante «la escuela que él y ella sueña». Tenemos que pensar y repensar si –por ejemplo– el modelo pedagógico es acorde a las nuevas exigencias del estudiantado; si como facilitadores de la enseñanza estamos haciendo bien las cosas; si se está transfiriendo conocimiento o se está propiciando el aprendizaje; si el acudiente está forjando su labor y si la casa sirve como primera escuela; hay que pensar si la disciplina es consiente o es obediente; si se está generando ambientes apropiados de aprendizaje. En fin… tenemos que pensarnos el aula a diario, porque no es solo un salón de cuatro paredes donde se va a demostrar que se aprendió algo en la “U”, sino es nuestro laboratorio: este es el sitio donde se debe hacer, pensar, mejorar, transformar y potenciar nuestra práctica.
¡Claro! No todo es malo. Pienso que se avanza (quizás no como se quiere, pero se avanza), y que el compromiso que cada uno y una le pone es imperante, digno de una persona que piensa que la educación es el vehículo social entre tanta diferencia.
Frente a esto, quiero acotar dos aprendizajes: la reconstrucción de las relaciones interpersonales y la vuelta al aula (discusión que, a mi parecer, se ha quedado relegada). La primera demuestra que la realidad desborda el idealismo y que, hoy en día, los pelados y peladas están pensando en recomponer esos lazos de amistad que fueron rotos por la Covid-19. Todo lo que trae consigo volver a la escuela es ganancia (el descanso, el amigo o del otro salón, la escuela de música, futbol, danza etc.), es un gran avance. Asimismo, la vuelta al aula nos dice que el profesorado le ha tocado hacer un alto en sus formas didácticas y reformularse. Lo cual pienso que es otro gran avance. Le tocó «volver a empezar», se están dando cuenta que la educación actual es arcaica y que ese problema no se soluciona porque no se habla de él. Si queremos una educación aterrizada a las realidades y emancipadora, debemos pensarnos el qué hacemos para formular un quehacer.
Por lo pronto, hay que decir que con amor tenemos que militar la esperanza. Esto para corresponder con María Montessori: «El niño, guiado por un maestro interior trabaja infatigablemente con alegría para construir al hombre. Nosotros educadores, solo podemos ayudar… Así daremos testimonio del nacimiento del ser humano nuevo».