Actualmente, se habla mucho de resiliencia en los medios, en los discursos de los gobernantes, en las narrativas sobre lo colectivo. El sujeto resiliente se ha convertido en el sujeto ideal de nuestra cultura; asume que la realidad existente es todo lo que puede existir y se convence de que su tarea es aceptar un destino ineluctable.
[Diego] Fusaro dice que existe un uso bueno y uno malo de la palabra resiliencia. El buen uso radica en el ámbito de la psicología: se trata de una respuesta ante eventos traumáticos de carácter irreversibles y debe distinguirse del uso ideológico que prevalece hoy.
El concepto de resiliencia, como es utilizado por la psicología, apunta con excelentes resultados a trabajar ante el duelo, los desastres naturales, las enfermedades incurables y otros eventos traumáticos, siempre de la esfera de lo irreversible (y esto no tiene nada de ideológico). La psicología impulsa al sujeto a trabajar sobre sí para aceptar el objeto del trauma, modificándose a sí mismo. Pero existe un mal uso del concepto de resiliencia y radica en su aplicación como categoría de análisis a lo social, lo político o lo económico, ya que se utiliza sobre lo que puede ser tremendo, pero no irremediable.
El problema es cuando la palabra resiliencia se transforma en una palabra del poder, que nos pide una actitud resiliente para que aguantemos estoicamente y suframos en silencio frente a circunstancias no irreversibles; circunstancias que se pueden transformar como son las estructuras sociales, económicas o políticas. En este traslado de raíz ideológica, la resiliencia se constituye en una función adaptativa y antirevolucionaria, ya que contrabandea lo tremendo por lo irremediable, transformando las injusticias y asimetrías sociales, como la miseria y la explotación, en desastres análogos al duelo y a las enfermedades incurables, y la aceptación como la única solución posible.
Desde esta perspectiva ideológica, la resiliencia puede entenderse como una subespecie de la indiferencia. La indiferencia de quien renuncia a tomar partido y que como resultado termina aceptando el mundo tal como es. El indiferente como el resiliente, al no elegir, elige lo que hay. Así funciona la resiliencia, que expresa de forma indirecta la aceptación de lo existente, que no se asume necesariamente como bueno, sino como inmutable.
El resiliente parte de la idea de que las asimetrías sociales y el orden de las cosas no se pueden cambiar, por lo cual opta por adaptarse; y en lugar de cambiar al mundo se cambia a sí mismo. Se trata de la adaptación del sujeto al objeto. El resiliente busca en la esfera privada, de su yo individual, la clave para resolver los conflictos del orden social, económico y político. Así, el problema con el orden existente es un problema personal. Esta postura refleja lo que el filósofo alemán Ulrich Beck afirmó con claridad: se contempla una solución biográfica para las contradicciones sistémicas. Tanto indiferencia como resiliencia operan sobre la historia, aunque de manera pasiva, ya que contribuyen a reforzar una imagen del mundo centrada en la fatalidad del destino: lo que existe es lo único que hay, como si lo que sucede en el orden social se tratara de un fenómeno natural, como una inundación o un terremoto.
El Homo Resilience es como un último hombre que no tiene nada por lo que luchar y creer, es el hijo del desencanto posmoderno y del fin de los grandes relatos de la modernidad; dejando de lado la posibilidad de futuro por la eterna repetición del presente. La resiliencia forma parte de las nuevas constelaciones de virtudes que componen la cultura gerencial de los negocios, como el empoderamiento, las prácticas motivacionales y el mindfulness; predica la adaptación desencantada a lo existente como única posibilidad. El resiliente podría considerarse un optimista, ya que tiende a leer los eventos negativos como una oportunidad de mejora, adaptándose camaleónico a los contextos más diversos y a las situaciones más adversas. Cuando existe un desacuerdo entre objeto y sujeto, es el sujeto el que debe adaptarse al objeto, superando traumas y malestares; y en eso reside para el resiliente, el secreto de una vida feliz.
La antigua idea de quebrarse pero no doblarse es desplazada por el adagio de la resiliencia: «doblarse pero no quebrarse». Lo frágil para no romperse se adapta a todo, volviéndose líquido en una sociedad líquida; asumiendo la fluidez como su cualidad esencial. El famoso aforismo de Nietzsche «lo que no me mata me hace más fuerte» no es como suele suponerse, un ejemplo del comportamiento resiliente, porque el sujeto resiliente es intrínsecamente débil ya que acepta la fuerza superior del objeto que tiene adelante. Tomando la idea hegeliana, es más un esclavo que un amo, prefiere doblarse a romperse.
Este perfil líquido posmoderno del Homo Resilience se inserta en el campo político con lo neoliberal, ajustándose al imperativo de «no hay alternativa». En lo político las masas son capaces de absorber, sin pestañar y sin reaccionar, a la violencia cotidiana sobre la que se basa la estructura del sistema, que se sustenta en la premisa básica de la explotación de la mayoría en beneficio de unos pocos. El Homo Resilience se agacha y se levanta una y otra vez, pero sin cuestionar nunca el mundo objetivo que le hace caer una y otra vez; ni siquiera es capaz de condenarlo con la crítica ni someterlo a una acusación mordaz. El resiliente ha aceptado la sumisión en lugar de la revolución, es adaptativo en lugar de contestatario, opta por modificarse a sí mismo para ajustarse al estatus quo, de cuya inmutabilidad está convencido; ha optado por hablar el lenguaje de su enemigo de clase. Por eso la resiliencia es, de todas las cualidades, la más adecuada para el éxito de la cultura neoliberal.
* Fragmento del video-post titulado “Odio la resilencia” una palabra del poder de Claudio Alvarez Teran del 5 de julio de 2024, transcrito por el Comité Editorial de Común y Corriente.