La paz que está pendiente, la paz completa, es una preñada de transformaciones. La batalla que sigue no es por unos cambios que lleven a la paz (en esto puede ayudar el gobierno electo), es por una paz que signifique un revolcón del orden social, económico, político, ambiental y cultural.
Los años más cruentos del conflicto armado en Colombia incubaron un movimiento social y popular por su solución política y la paz. Las tomas guerrilleras de la década del 90 del siglo pasado, la política de Seguridad Democrática y los mal llamados Falsos Positivos (cada uno con sus consecuencias lesivas para la población civil), cimentaron las bases de este esfuerzo colectivo nacional. Desde 2008 con el Encuentro Internacional por el Intercambio Humanitario, pasando por la conmemoración de los 200 años de lucha por la segunda independencia el 19, 20 y 21 de julio de 2010, seguido del Encuentro Nacional de Comunidades Campesina, Indígenas y Afrodescendientes por la Paz de Colombia en 2011 y otros tantos eventos y acciones callejeras, diferentes organizaciones sociales y populares unificaron sus agendas para elevar una exigencia común: finiquitar el conflicto armado e iniciar la construcción de la paz con justicia social.
El diálogo entre las antiguas FARC-EP y el gobierno de Juan Manuel Santos constituyó el culmen de todo esto. Entre 2012 y 2016 no hubo acción de protesta de orden nacional o regional que no se enmarcara dentro del clamor por superar el conflicto armado colombiano. Desde los campos y las calles, los de abajo tuvieron la palabra en sintonía con una bandera muy sonora.
El panorama esperanzador de la paz cambió con el desenlace de la negociación entre la partes. La traición del gobierno de Santos expresada en su nulo compromiso con el ‘Sí’ en el plebiscito, en su desentendimiento con la implementación efectiva de lo acordado y en su complacencia con los saboteadores del proceso, acompasada con una desaceleración de la movilización social y popular, como también con un debilitamiento de sus organizaciones, llevó a petrificar su potencia transformadora. Los alcances de la paz no redundaron en un aprestamiento del terrero para sembrar los frutos de la justicia social y la dignidad, por el contrario quedaron en un nobel, una institucionalidad ineficaz y una burocracia adicional en la estructura del Estado.
Quienes recogieron los créditos de esta batalla fueron los mismos que cerraron la puerta abierta por el acuerdo. Santos, De la Calle y Barreras, hoy por hoy, son las figuras representativas de un proceso a medias. De hecho, ellos son quienes hoy abrazan la bandera de la paz para mantenerse vivos en el escenario político. Los que una vez conjugaron esfuerzos desde abajo quedaron al margen, descalificados y dispersos. La paz, aparte de quedar congelada, quedó capturada por las personalidades del bloque de poder dominante en Colombia.
El gobierno recientemente electo contempla dentro de su agenda la implementación del acuerdo firmado entre las FARC-EP y el gobierno de Santos. A todas luces, esto es saludable. La Reforma Rural Integral merece marchar en procura de generar un nuevo panorama en las zonas rurales del país. Lo mismo debe ocurrir con el ensanchamiento del régimen: otras voces merecen participar de formar protagónica en la vida política. El problema de las drogas ilícitas necesita una solución estructural, como también la ilegalidad económica y armada que la soporta. El gobierno de Petro y Francia, en este sentido, tiene una tarea colosal.
No quiere decir esto que a los demás interesados en la erradicación de las causas originarias de la conflictividad armada y la construcción de la paz les corresponda el papel de espectadores. El acuerdo entre las antiguas FARC-EP y el gobierno de Santos es un punto de partida. Esa paz pactada tiene por objeto producir unos cambios iniciales. La paz que está pendiente, la paz completa, es una preñada de transformaciones. La batalla que sigue no es por unos cambios que lleven a la paz (en esto puede ayudar el gobierno electo), es por una paz que signifique un revolcón del orden social, económico, político, ambiental y cultural.