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Corruplandia
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Si tomamos estos casos como referencia y algunos tantos más, podemos ver que, en la mayoría de los casos, los implicados cumplen sus sanciones en lujosas residencias, con privilegios que muy pocos en libertad podrían tener y sin devolver los dineros que hicieron perder al Estado


La política de Colombia se ha visto marcada, entre otras cosas, por la corrupción latente en las instituciones del Estado. Las cifras actuales de dirigentes políticos y empresarios implicados en casos de corrupción, por un lado, y la cooptación del Estado por parte de famiempresas nacionales, regionales y locales, por otro lado, refuerzan esa tesis. La impunidad que parece servir como un incentivo a la corrupción es nuestra política nacional, asegura que las cosas se sigan repitiendo una y otra vez.

Las cifras actuales sobre casos de corrupción son alarmantes. El 15 de enero de 2020, el medio de comunicación U.S. News publicó su ranking en el cual Colombia obtuvo el primer lugar en percepción de corrupción. Asimismo, la Fundación PARES advertía, en referencia al manejo de la pandemia en nuestro país, que a «septiembre de 2020 se encontraron 313 casos de contratos en los que habría irregularidades, estos se celebraron en 29 de los 32 departamentos de Colombia y su Distrito Capital» (ver artículo). A esto se suma que el 58% de los empresarios dicen que, «si no se pagan sobornos, se pierden negocios» (ver artículo).

Otro elemento a tener en cuenta son las decenas de empresarios y políticos que están envueltos en líos judiciales por cuenta de casos como Reficar, Odebrech, Saludcoop, el cartel de la hemofilia, Interbolsa, la Dian, los XX Juegos Nacionales en Ibagué, el Cartel de la Toga, los PAE, Fonculpuertos, Agro Ingreso Seguro (AIS), entre otros; que les cuestan a los colombianos cada año la bobadita de 50 billones de pesos, es decir 18.400 millones de dólares, como lo dice la misma Contraloría General de la Nación. ¿Cuánto dinero de esa cifra le pertenece al Tolima? Esa es una pregunta que debería interesarnos contestar.

La corrupción, entendida como «el mal uso o el abuso del poder público para beneficio personal y privado», como la define Sayéd y Bruce, se nutre del acomodo de clanes familiares nacionales, regionales y locales, que configuran lo que Fernán Gonzáles ha denominado la «cooptación del Estado». Las élites nacionales, en este sentido, le conceden a las regionales y locales un alto grado de autonomía a cambio de su respaldo. Así, se asegura el poder central por medio de «mermelada» con contratos, representaciones, porcentajes en adjudicación y realización de obras públicas, clientelismo y nepotismo. Véase por ejemplo la Universidad del Tolima y otras corporaciones púbicas del departamento, donde se repiten gran cantidad de apellidos como consecuencia del pago de favores políticos.

Lo más grave de todo es quizás la impunidad que existe alrededor. Esto se puede constatar con algunos casos muy nombrados en el país: el «General Flavio Buitrago, condenado a nueve años por enriquecimiento y lavado de activos; Carlos Albornoz, procesado por la entrega irregular de decenas de bienes de la mafia; Orlando Parada, concejal vinculado al saqueo a Bogotá; Otto Bula, confeso receptor de sobornos de Odebrecht. Además de ser los protagonistas de escandalosas investigaciones judiciales que han sacudido al país, estos cuatro personajes tienen más en común. Comparten un bloque de modernas habitaciones en el Centro Social de la Policía Nacional de Bogotá (CESPO), donde cumplen su encierro y la mayoría asiste a misa cada semana con el padre Silverio» (ver artículo). Si tomamos estos casos como referencia y algunos tantos más, podemos ver que, en la mayoría de los casos, los implicados cumplen sus sanciones en lujosas residencias, con privilegios que muy pocos en libertad podrían tener y sin devolver los dineros que hicieron perder al Estado.

Con los 50 billones de pesos que anualmente se pierden por la corrupción de quienes nos gobiernan, alcanzaría para solucionar gran parte de nuestros problemas sociales: el acceso a la salud que es todavía una deuda y un privilegio, la mejora de la infraestructura vial a los puertos y carreteras terciarias; o para pagar la primera etapa de implementación del post-acuerdo con las FARC-EP que sigue en veremos. Con 50 billones de pesos al año, se podría garantizar la matrícula cero universal a la educación superior en nuestro país por varios años o construir la primera línea de metro en Bogotá. Es decir, con esa platica bien invertida, gozaríamos de mayores derechos y servicios como sociedad.

El panorama parece obnubilado, si en las próximas elecciones los colombianos no comenzamos por cambiar a quienes legislan y presiden el país. Afortunadamente, en los últimos años y gracias en parte al proceso de paz, los colombianos se han venido dando cuenta que el problema del país no eran las FARC-EP ni el ELN, ni el castrochavismo, ni mucho menos la izquierda. Los colombianos han venido comprendiendo –según varias encuestas– que la corrupción es una de los males causantes de varias de nuestras desgracias como nación. Nuestra sociedad cada vez toma conciencia del papel de los verdugos que gobiernan para sí y dejan en la precariedad a las mayorías de la población. El Paro Nacional masivo de este año así lo confirma y el 2022 será decisivo en esa carrera.

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