Sin teoría revolucionaria, tampoco puede haber movimiento revolucionario (Lenin, 1902).
La protesta social y popular en Colombia ha sido esplendida. Las recientes jornadas permitieron una ampliación de las formas de manifestación y de las prácticas de resistencia. Sin menospreciar la marcha, la gente pasó a la concentración multitudinaria en las calles y avenidas, a la olla comunitaria, a la organización defensiva como salvaguarda del ejercicio de la protesta y hasta al desmonte de la simbología colonial y de la política tradicional; incluso, jugó por recrear las formas de participación política desde lo territorial. En una combinación de diferentes acciones, los de a pie amalgamaron una fuerza colectiva en directa controversia con el gobierno, con algunos de sus voceros y con los aparatos represivos del Estado.
El problema de este estallido es su estructuración endeble en lo ideológico, lo político y lo organizativo. A más de un mes de iniciadas las protestas, esta fuerza no es la misma. Variados factores han afectado su desenvolvimiento, incluyendo la conducción tendenciosa de algunos y el desarrollo de variados esfuerzos prácticos y desesperados por sostener la movilización. En este horizonte ha sobresalido una ambivalencia y/o una ausencia teórica, la cual no le ha impreso articulación y proyección a la acción y a la resistencia, como también a las prácticas organizativas de la gente en las calles.
Años atrás, la preocupación de las organizaciones, sus dirigentes y activistas era trascender la lucha gremial o sectorial hacia una de orden político. Sus repertorios de acción estaban guiados por un plan de esta naturaleza y no sólo implicaban el impulso de las movilizaciones, también contemplaban el agrupamiento de la gente en diferentes formas organizativas, su educación política y el despliegue de la fuerza acumulada en acciones conducentes a generar hechos de opinión en sintonía con unas reivindicaciones escalables. En la actualidad, algunos de estos elementos fueron olvidados. Ahora el centro de atención gira en torno a la acción y la movilización sin un horizonte que las encause. El problema, por decirlo de algún modo, ha sido mantener viva la hoguera sin importar para qué o para quién.
El movimiento sindical y campesino de hace unos años tenía resuelto este problema. Pese a los estragos ideológicos causados por la caída del socialismo realmente existente, sus organizaciones fundaron su praxis en unos elementos propios de la tradición del movimiento revolucionario internacional. Su apego a una teoría de este tipo hizo posible una acción organizada y sostenida capaz de sortear los cambios del momento político. Para estos actores, especialmente el campesino, la movilización inauguraba un momento de educación y elaboración política alrededor de las consignas guías de su accionar. La movilización, en este sentido, no era un fin, sino un medio para fortalecer la organización y pretender un objetivo sectorial o político. En caso de un revés de su accionar quedaba una ganancia: la cualificación de la fuerza para futuras batallas. Esto en razón a una premisa teórica: cualquier actuación en un momento de convulsión política tiene por objetivo robustecer la fuerza para continuar la lucha en otro.
El practicismo es saludable, porque mantiene vivo un movimiento o un actor social; pero el practicismo sin un horizonte y un plan puede derivar en aventurerismo. Así a algunos no les guste o deseen sustituir la práctica revolucionaria con iniciativas asistencialistas o semejantes a las intervenciones sociales de las ONG’s, la fidelidad a un cuerpo teórico pensado para la transformación es relevante en tiempos de protesta. Las tareas de organización, educación política y de propaganda no se han agotado. A través de estas es posible cimentar una fuerza de cambio y/o con vocación revolucionaria. Esto desde que sea considerado el pueblo el principal protagonista de la historia y no los partidos.
El presente de la protesta social y popular en Colombia exige de una vuelta a la teoría revolucionaria. Aunque su integridad no está incólume, en sus fundamentos es posible encontrar la coherencia necesaria para levantar una praxis de largo aliento. La fuerza de un proceso revolucionario no sólo reposa en el proyecto histórico que reivindica. Junto a la ideología, una teoría consecuente y coherente es un factor decisivo en su configuración. Esta sustenta el conjunto de apuestas y prácticas propias del sujeto que encarna unas aspiraciones revolucionarias, como también ofrece un método o unos métodos para la acción transformadora. Sin una teoría para la revolución, como lo ha puesto en evidencia la experiencia histórica, un movimiento revolucionario no prospera. Su menosprecio, por el contrario, constituye una concesión al practicismo; incluso, abre la puerta para una actuación al azar, sin principios o al vaivén de la política real.