En la brega por consolidar una definitiva independencia económica, política y cultural, una revisión a la historia es necesaria, como también una reivindicación material de la resistencia al oprobio colonial y, ahora, neocolonial.
El «descubrimiento» de un supuesto nuevo mundo por parte del Imperio español implicó heridas incurables para Nuestra América. Las poblaciones indígenas de la época tuvieron que soportar, a nombre del evangelio, la violencia, la persecución y la muerte; como ocurrió con el pueblo indígena asentado en el valle del Alto Magdalena y en las estribaciones de la cordillera central. En su afán pacificador, Juan de Borja y sus tropas invasoras desplegaron una guerra sin cuartel que redundó en el exterminio y la subyugación de esta población.
Como saldo quedó un pueblo indígena reducido en número y amarrado a una economía extractivista y agro-exportadora. Como España en particular y Europa en general demandaban minerales y materias primas que permitieran la producción de mercancías, el imperio español empleó a los indígenas junto a los esclavos negros capturados del África como fuerza de trabajo garante de la extracción del oro y de la explotación de la tierra. Así, la Nueva Granada se convirtió en una despensa de minerales y productos agrícolas que salieron hacia España y Europa a costa del sudor y la sangre de los pueblos originarios de Nuestra América.
Aunque esto despertó la resistencia de la población indígena, incluyendo la de quienes se ubicaron en el Tolima, esta no fue suficiente. Su máximo dirigente, el Cacique Calarcá, quien representó el ímpetu y la fuerza unificadora de un conjunto de luchadores indígenas, sucumbió ante poderío español: su sangre quedó en las cercanías del actual municipio de Chaparral. Juan de Borja, contradictor del cacique, junto a sus fieles servidores, logró borrar su espíritu guerrero y desmoronar una recia resistencia que –de una u otra forma– estaba frenando la avaricia española.
Sin una oposición firme como la levantada por el Cacique Calarcá, los españoles enraizaron su modelo económico y sus formas de concebir el mundo, pilares que en el siglo XIX volverían a tambalear. José Antonio Galán, Manuela Beltrán, Antonio Nariño, Policarpa Salavarrieta, Simón Bolívar y Manuelita Sáenz junto a una fuerza popular importante, pusieron en jaque el dominio del imperio español sobre la Nueva Granada, porque forjaron un proyecto independentista y de justicia social para los de a pie. A su manera, ellos continuaron lo que representó Calarcá y recrearon su resistencia. Desde diferentes ópticas, pusieron de relieve la lucha por la igualdad de derechos tanto para los negros esclavizados como para los indígenas convertidos en siervos de los nacientes terratenientes y hacendados.
Infortunadamente, los anhelos libertadores quedaron inconclusos. Los españoles nacidos en América ganaron el poder político y se hicieron al control del naciente Estado colombiano, pero sin romper las cadenas de la hegemonía española. Ellos siguieron favoreciendo la economía extractivista y la exportación de productos agrícolas hacia Europa. Estas les representaban ganancias considerables. Igualmente, procuraron mantener a los indígenas como trabajadores en sus haciendas sin garantizarles condiciones dignas de vida: ellos constituían una fuerza laboral barata, por no decir gratuita. Décadas después, esos arrodillados hicieron algo similar con Estados Unidos de America: se pusieron a su servicio.
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, llamó la atención sobre estas lesiones con ocasión a un año más del encuentro con el nuevo mundo. En una de sus alocuciones, él exhortó a revisar la historia y a que los españoles ofrezcan perdón a los pueblos de Nuestra America. Aunque la respuesta estuvo cargada de cinismo, porque la derecha española reivindica el «descubrimiento» como un aporte trascendental para la humanidad; la justeza del reclamo de López Obrador no es un berrinche. En la brega por consolidar una definitiva independencia económica, política y cultural, una revisión a la historia es necesaria, como también una reivindicación material de la resistencia al oprobio colonial y, ahora, neocolonial.