En 2020, la pandemia puso en jaque a muchos, en especial a quienes viven en los barrios populares y periféricos de las ciudades. Además, las medidas insuficientes del gobierno nacional y las administraciones locales acentuaron el olvido y el abandono del Estado. El agobio y la crisis económica llevó a los de a pie a pensar cómo conseguir parte del sustento diario. En este contexto, conocimos la experiencia de un grupo de huerteros del sur de Ibagué y la historia de un barrio forjado a través del esfuerzo colectivo.
En uno de esos tantos días de pandemia, acordamos una cita. Pese el lento pasar de las horas, una huerta comunitaria nos esperaba. Ubicada en el barrio Avenida Parte Baja, en el sur de la ciudad, un grupo de jóvenes impulsaba esta iniciativa. El compromiso establecido con ellos nos llevó a explorar su territorio, que –en lucha por distinguirse de su vecino– el Yuldaima, limita con el Matallana y con el barrio Avenida Parte Alta.
Iniciamos un recorrido desde otro extremo de la ciudad. En transporte público atravesamos una parte de Ibagué, pasando por su centro y, más adelante, por el río Combeima. Después de surcar la principal arteria hídrica de la capital musical nos encontramos en la puerta del barrio Avenida Parte Baja.
Como lo habíamos acordado, realizamos varios recorridos en procura de reconocer el territorio; así ubicamos actores y sitios claves que funcionan como bordes, nodos y zonas con características particulares dentro de la comunidad para reunirse, pernoctar o simplemente transitar. Muchos de estos sitios están cargados de historias y remembranzas, lo que dota de significación y simbolismo el territorio, y caracteriza de manera particular la historia de este.
Memoria e historia del barrio
Durante el recorrido, y ante la mirada de moradores del sector que advertían la presencia de «extraños», conversamos con personas que contaban con gran información sobre su origen: ellas fueron protagonistas de primera mano del poblamiento y construcción del sector.
En términos generales, el barrio Avenida Parte Baja data de la década del 50 y 60 cuando sus primeros habitantes iniciaron su ocupación. En ese momento, este integraba la parte rural de Ibagué y conformaba la periferia de la naciente ciudad. Su construcción inició con las uñas y en medio de esfuerzos familiares y colectivos.
Esther Quintero, una valiente mujer de la tercera edad y una de las primeras habitantes del sector, llegó en el año 1962 proveniente del departamento de Cundinamarca. Tras conversar con ella, de su memoria brotó un primer panorama del barrio: «no había caseta, no había nada […] no había ni siquiera alcantarillas; bueno, nosotros trabajamos juntos por todo eso. Hacíamos bazares, rifas, todo lo que se nos venía a la cabeza para hacer plata y alzar caseta y mejorar el barrio… para pavimento…», dijo.
Jair Silva, quien llegó en el año de 1971, destacó el papel de la caseta comunal. Por su vínculo con la Junta de Acción Comunal del barrio, ya que fue su presidente en varias oportunidades, se detuvo en el principal espacio de encuentro de sus habitantes: «donde está actualmente la caseta comunal, ahí antes había como una especie de caserón antiguo, eso era de… entre adobe y bareque […] era dizque antiguamente un hospedaje de personas que venían de por allá de los lados del Quindío: mineros […] alrededor de ese caserón había árboles frutales: mandarinos, guayabos…». Con esta bonita y llamativa descripción, don Jair bosquejó el desarrollo del barrio, en especial su principal lugar común: la caseta comunal, la cual en la memoria de doña Esther fue levantada a pulso y entre varios.
Miguel Toro, habitante del sector quien lleva más de cuatro décadas en el barrio y quien fungió como presidente y vicepresidente de varias de las Juntas de Acción Comunal, recordó sus inicios: «la verdad en este barrio la mayoría de las casas eran pues, empezando por la mía, en bareque; las calles sin pavimentar»; esto porque el barrio era una invasión, que encontró en el empuje de dos mujeres un punto de partida. Según don Miguel, ellas «empezaron con la invasión del barrio», pero ya murieron. «Una se llamaba Blanca Oliva Bonilla y la otra Gabriela Medina viuda de Urueña», añadió. En su memoria, ellas están fijas, porque «empezaron a formar el barriecito». Además recuerda que partir de ese esfuerzo, «la gente iba llegando, iba construyendo sus casitas en adobe, barro y a medida que iba transcurriendo el tiempo, ya las iban organizando mejor. Las alcantarillas, esto es prácticamente de nosotros, del barrio».
Curiosamente, la caseta comunal también encontró un eco en la memoria de don Miguel. Pese a algunas diferencias con don Jair, el espacio común estuvo titilante en su recuerdo: «el salón comunal que tenemos actualmente no era un salón comunal, era un planchón ahí». En coincidencia con doña Esther, don Miguel manifestó: «en el salón comunal empezamos a hacer festivales y poníamos era una carpa con cuatro guaduas […] el equipo nos lo prestaba un vecino […] empezamos a hacer festivales para recolectar fondos para organizar la caseta que ya hoy en día, a la medida que se ha transcurrido el tiempo, se le ha mejorado muchas cosas».
Un pasado reciente
El señor Jaime Mora, quien habita el barrio y la misma casa desde noviembre del año 1981, ofreció un punto de vista reciente con respecto a sus antecesores. Él es padre de «Tito», un joven habitante del sector, quien funge como vicepresidente de la Junta de Acción Comunal y líder comunitario. El relato de don Jaime es esclarecedor, por cuanto acerca a un pasado reciente el curso del barrio. El contraste con las visiones de los fundadores ofrece una comprensión de la transformación urbanística que ha tenido el sector.
Según don Jaime, él llegó el 6 de noviembre del 81 y adquirió «una vivienda de más o menos 150 metros cuadrados». En la calle 15, donde está ubicada su residencia, «se bregaba mucho porque como es pendiente, entonces cuando llovía era un río que precisamente mi casa la inundaba». Para ese entonces, decía don Jaime, «no había andenes, entonces era un suplicio cada vez que llovía duro, porque mi casa, mi sala, todo, mi pieza se inundaban de agua». En el 91 esto cambió. En un esfuerzo «de autoconstrucción de la misma comunidad echamos el pavimento, el cemento».
La expansión de la ciudad hizo posible que el barrio se integrara a una tímida urbe. En la década del 80 Ibagué contaba con un incipiente servicio de transporte público colectivo, el cual procuraba llevar la gente de las periferias a su centro. El sur de la ciudad no estuvo al margen y mucho menos el barrio Avenida Parte Baja, como lo dejó ver don Jaime al referirse a los buses del momento: «había la ruta 42 Boquerón-Gaitán, la más famosa de todos los tiempos», además «había una ruta de Galarza al centro: la 24». Con el tiempo, «diga usted por ahí en el año 88, 90, apareció la ruta 4-7». De esta forma, el rompecabezas de Ibagué fue armándose y el barrio pasó a integrar una de sus partes.
A la vuelta de la esquina
En límites con el barrio Yuldaima, donde la huerta comunitaria estaba floreciendo, culminó nuestro recorrido. Antes de recoger e irnos, compartimos con sus gestores y nos percatamos de varios pendientes. Mientras charlamos experimentamos un retroceso en el tiempo. Las promesas de un Estado Social de Derecho siguen siendo una marca distintiva en el sector: la ausencia de servicios públicos domiciliarios, la inseguridad, la contaminación del río, el estado de las vías y otros detalles están pendientes en uno de los bordes del barrio Avenida Parte Baja.
Lo común: motivo de cohesión
Este ejercicio de memoria histórica revela una sociedad desigual y dividida en clases sociales. En este caso, a algunos no les quedó más camino que el de ocupar, luchar por su predio y colectivamente producir su barrio. Sin embargo, es a su vez, un elogio a la dificultad de una comunidad que a pulso ha logrado sacar adelante su territorio; es también la reivindicación de la solidaridad y el trabajo colectivo por los mínimos para vivir dignamente: su hogar y sus lugares comunes; entre todos no sólo fue asegurada la casa para cientos de familias, sino que construyeron la red vial y de alcantarillado y, en general, el barrio. Esta historia bien puede representar el drama de la sociedad colombiana, que, huyendo de la violencia de los partidos tradicionales de mitad del siglo XX, encontraron en el trabajo en comunidad y en el esfuerzo colectivo, una solución y una opción de resistencia ante la precariedad del Estado colombiano.