Actualmente, los asentamientos informales son el atractivo partidario de las fuerzas tradicionales, así como de los pretendidos alternativos. La intención de buscar a los de a pie sólo en campaña electoral, a aquellos que día a día se disputan la ciudad desde la cotidianidad, a esas alternativas de supervivencia y de rebusque en la economía informal, deja mucho qué pensar de las formas de hacer política.
Colombia, al igual que otros países latinoamericanos, ha experimentado una transformación demográfica notoria, influida por la violencia y los fenómenos naturales. Esto explica el papel ganado por los centros urbanos y un complejo y muy jerarquizado sistema de ciudades. Al mismo tiempo, la relación poblacional en los últimos 50 años se invirtió, al pasar de aproximadamente el 30% de habitantes urbanos y el 70% rurales, a una de 80% de población urbana y de 20% rural.
La Capital tolimense no ha sido ajena a este fenómeno. Los factores que se atribuyen al crecimiento urbano son variados y cada uno está vinculado directamente a la vida social y las dinámicas diarias de la ciudadanía vs. la ineficiencia de las elites de turno, y a la incapacidad de disputa por parte de la «oposición» política. Esto ha dejado a los de a pie y menos aventajados en el limbo de su existencia.
En últimos 10 años la ciudad musical ha vivido fuertes trasformaciones desde el ordenamiento territorial, el cual debió –según la Ley 388 del 1997– pasar por el dialogo, diagnóstico y construcción conjunta con sus fuerzas sociales. Lamentablemente, los pobladores se quedaron por fuera de la disputa formal y se vieron condicionados a procesos de urbanización informal que significaron una rebelión urbana desde el siglo XX y con mucho mayor apogeo en la actualidad. Ha sido un levantamiento lento y silencioso por parte de los ciudadanos contra la ineptitud del Estado y sus instituciones, que no han querido garantizar a los lugareños de la periferia el derecho a la vivienda y mucho menos el derecho a vivir en la ciudad, dando como resultado muchos asentamientos humanos.
Actualmente, los asentamientos informales son el atractivo partidario de las fuerzas tradicionales, así como de los pretendidos alternativos. La intención de buscar a los de a pie sólo en campaña electoral, a aquellos que día a día se disputan la ciudad desde la cotidianidad, a esas alternativas de supervivencia y de rebusque en la economía informal, deja mucho qué pensar de las formas de hacer política.
Para nadie es un secreto que históricamente los partidos tradicionales han hecho un proselitismo basado en un discurso de benevolencia que pretende hacer creer al residente de la periferia que es su amigo. Utilizando las muestras afectivas como los abrazos, la fotografía con él bebe de alguna madre, pateando el balón en sobre la calle destapada con los niños, consintiendo las mascotas y hasta simulando ser de uno más de la zona, prometen que trabajaran por ellos. Al final, lo mismo. Manifiestan la pretensión de llevar en sus hombros las posibles soluciones para los de a pie, siempre y cuando no deban exponer su estilo preferido de vida. La actitud política de quienes se dicen alternativos o de oposición no es muy diferente, recuerda a aquella disputa histórica entre los liberales y conservadores, aquellos liberalitos que pretendían dar contentillo a las demandas del pueblo, sin despojarse de sus privilegios de clase, sin repartir y enfrentar de frente al gamonalismo, puesto que son integrantes de este régimen.
En las prácticas que se viven en la musical hoy en día, por ejemplo, los asentamientos se convierten en espacios territoriales atractivos para el proselitismo de los políticos, sin importar su corriente o apuesta partidaria. En estos, la vida cotidiana de los de a pie empieza a convertirse en un voto más. Los de siempre, hoy por hoy, en el poder llegan con la misma estrategia: ubican a un presidente de JAC (Junta de Acción Comunal), a un joven líder, a una madre que administre el comedor comunitario; en esencia, a los líderes naturales. A ellos los ensalzan con fases demagógicas como: «les mejoraremos la situación de vida», «cuántas tejas o ladrillos necesitan», «qué les hace falta» y «no olviden que somos amigos para ayudarlos»; mientras envían la fuerza pública en cabeza del escuadrón de la muerte cuando se atreven a exigir sus derechos. Los alternativos, ubicando a los posibles líderes, les llegan con la filantropía, un proyectito asistencialista, la promesa del control político y el «recuerden que somos amigos para ayudarnos». Al final, ambos bandos se recogen en lo mismo: discursos y más discursos. Ninguno de los dos opta por sentar las bases de un proyecto de sociedad barrial que se piense con base a las necesidades reales de quienes allí residan. Por el contrario, se comparten la misma fórmula: creer saber la verdad y pretender tener la razón de lo que en un posible asentamiento se necesita. Todo lo anterior deja mucho qué pensar sobre la intención en el espacio de la política de representaciones, que a la fecha sigue siendo deficiente.