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La paz de Alfonso Cano
La paz de Alfonso Cano

En Colombia no hay opciones de vida diferentes y al bloque de poder dominante no le interesa habilitar unas nuevas.


El 4 de noviembre de 2011 fue asesinado Alfonso Cano, máximo comandante de las FARC-EP en ese momento. Un agresivo bombardeo aéreo seguido de un cerco militar terrestre, le permitió al ejército de Colombia capturarlo en combate. Después, Cano fue ultimado: «Yo di la orden de asesinarlo, porque estábamos en guerra», dijo Juan Manuel Santos –hoy premio nobel de paz– tres años más tarde en un acto reeleccionista.

La noticia cayó como anillo al dedo en los círculos del bloque de poder dominante. Durante varios años, las FARC-EP había constituido un escollo en la concreción total de sus intereses. Su lucha por superar el latifundio y por la vida digna en el campo, las ubicó como unas contradictoras de los poseedores de grandes terrenos, de quienes han aspirado a su explotación tecnificada, de aquellas empresas minero-energéticas enfocadas en los recursos naturales y de los que quieren una Colombia como plataforma militar para el control continental. El asesinato de Alfonso Cano, en este sentido, representó un suspiro de tranquilidad para ganaderos, grandes agricultores, narcotraficantes, capitales extranjeros, políticos nacionales vinculados con estas economías y para la Casa Blanca.

Para quienes venían bregando por la solución política y la paz con justicia social, esta noticia fue un revés ad portas de un escenario de diálogos. Aunque las FARC-EP refrendaron su decisión por sentarse en la mesa con Juan Manuel Santos, la ausencia de Cano dejó un vacío de enormes proporciones. Su experiencia en Caracas (Venezuela), Tlaxcala (México), La Uribe y El Caguán, lo hizo un hombre fundamental a la hora de desanudar un conflicto armado de raíces sociales, políticas y económicas. Por esto, su asesinato repercutió en el curso y, en especial, en el desenlace de los diálogos con el gobierno de Santos y en la fuerza del movimiento por la paz.

En el ideario de Alfonso Cano, los diálogos eran un medio para pactar unos acuerdos, que redundaran en unas transformaciones notorias; no en unas rutas para disputar esos cambios. La conversión de la insurgencia en una fuerza política legal era un derivado secundario. La prioridad estaba en modificar las causas de los alzamientos armados, lo cual suponía producir nuevas leyes en tal dirección. El medio no era la transición a la vida política legal de las FARC-EP. Esta, por el contario, aseguraba su participación en la vida nacional para disputar un proyecto de sociedad diferente al existente, sin armas y en una sociedad en la que todas y todos pudieran vivir bien.

A 10 años del asesinato de Cano, esta premisa cobra plena vigencia. La traición gubernamental y estatal para con el acuerdo de 2016 convoca a reeditar la lucha por la solución política y la paz. En alguna medida, los fusiles se silenciaron; pero la persecución y la exclusión política son pan de cada día en el país; además, las condiciones de vida de las mayorías rurales y urbanas no han cambiado en positivo. Esto ha llevado a unos a la retoma de las armas y a otros a articularse en actividades al margen de la ley y en economías ilegales. En Colombia no hay opciones de vida diferentes y al bloque de poder dominante no le interesa habilitar unas nuevas. Entonces, la superación de estas causales es urgente. La reivindicación de los diálogos, los acuerdos y las modificaciones a la constitución y a las leyes son un imperativo de primer orden en la acción política, y una fuerza social y política es indispensable para su impulso.

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