De una u otra manera, los protagonistas del estallido popular colombiano no esperan paliativos, sino cambios que redunden en su diario acontecer. Por esto, la apuesta por el diálogo en Duque no es más que una ficción democrática acompasada de una intención por desacelerar la movilización permanente en el país.
La Colombia de abajo salió del anonimato. Los magos que rinden el salario mínimo para llegar al fin de mes, las que viven del rebusque, y las y los desesperanzados rompieron sus rutinas. Pese al presunto retiro de la reforma tributaria cacareada por Iván Duque y su llamado al diálogo, las calles siguen siendo un punto de encuentro para gritar, cuestionar, repudiar y exigir. A más de diez días, la gente de a pie continúa enrareciendo los paisajes urbanos de las ciudades.
El malestar de la gente no fue solo con la reforma y el ministro de hacienda, Alberto Carrasquilla. Este ha guardado una relación con otros factores. De la garganta del común ha salido una indignación contra el belicismo, el guerrerismo y el autoritarismo; al igual que un gemido de cansancio contra quien ha movido, a su antojo, los hilos de la política nacional. En las calles ha vibrado y sigue sonando un descontento con las formas de gobernar.
Duque comprendió esto y “abrió” las puertas para un diálogo nacional. Su talante dictatorial aupado por su mentor desde las redes sociales, constituyó una salida en falso. Contrario a lo esperado, el miedo y la muerte no enclaustraron a la gente. Su respuesta puso al común en una defensa activa por la vida y en una denuncia permanente contra el abuso del poder. Ante este panorama, el presidente optó por el “diálogo”, aunque no renunció a la mano firme. Esto como una forma minimizar la sensación autoritaria proyectada días atrás.
La ventana democrática abierta por Duque dejó a un lado, para algunos, el despunte de una dictadura en Colombia. La inminencia de un diálogo inauguró una oportunidad para tramitar los pendientes de las jornadas de protesta previas. Al parecer, la correlación de fuerzas da para llevar a buen término las exigencias no logradas en otros momentos. Sin embargo, la expectativa de la gente está cifrada en otro horizonte. De una u otra manera, los protagonistas del estallido popular colombiano no esperan paliativos, sino cambios que redunden en su diario acontecer. Por esto, la apuesta por el diálogo en Duque no es más que una ficción democrática acompasada de una intención por desacelerar la movilización permanente en el país.
Las mesas de interlocución, en este sentido, son la punta de lanza de una estrategia por desestructurar el descontento. Además, su auspicio desde el nivel municipal y el departamental complican más el panorama, ya que su alcance tiende a tener límites. Los gobernadores y los alcaldes no gozan de la potestad para resolver los reclamos estructurales que están en la boca del común. En estas condiciones, y más allá de limpiar la sombra autoritaria y dictatorial del presidente, el dialogo convocado funciona como una trampa para a la protesta popular.
Los de a pie están en estado de exaltación y excitación. La protesta iniciada el 28 de abril ha dejado heridas profundas que no ameritan curitas. Sus voces expresan repudio con las fuerzas policiales, al igual que con la gestión del presidente. El presente no es de negociación. El momento ofrece una oportunidad para enarbolar la restructuración de la policía, el desmonte del ESMAD y la renuncia de Duque. Las mesas pueden esperar. Por lo pronto, urge la agitación y el robustecimiento de la organización. La gente merece un cambio en sus formas de vivir.